La muerte del comendador, de Murakami

Camino bajo la llovizna. Entro en la biblioteca. Por el ventanal veo la sede de la Asociación de Gente Aburrida.
   Imre Kertész escribió una vez que el aburrimiento es la sal de la vida.
   Apenas hay gente en la biblioteca. Saco mi café de la bolsa y cierro los ojos.
   «En las librerías japonesas se suele separar a los autores masculinos de los femeninos», dice Haruki Murakami, un escritor al que le gusta leer novelas escritas en primera persona, y que escribe para aliviarse psicológicamente: «Los materiales se acumulan en mi interior, como el agua del deshielo se acumula en los embalses. Entonces, un buen día me siento a la mesa de trabajo incapaz de aguantar más y me pongo a escribir».
   Ayer terminé de leer los dos tomos de La muerte del comendador y ahora pienso que acerté al haberlo hecho con la música de Toru Takemitsu sonando en mis auriculares.
   No debe de ser fácil renunciar al gran arte y volver a la artesanía. Cuando falta algún elemento sustancial, al romperse el equilibrio, el mundo se deforma sin remedio. Los mundos paralelos que se abrieron habían supuesto una ruptura. Es aparente su profunda falta de ambición renunciando al gran arte; pero su ambición no es ser artista, su ambición es el equilibrio.
   Acaso por eso Murakami se declara incapaz de escribir a golpe de sufrimiento, y cree que debe surgir de manera natural: «admitir que no hace falta ser un artista constituye un alivio inmenso». La sobriedad, la monotonía y el aburrimiento le resultan imprescindibles.
   Voy al lavabo. Me lavo las manos y observo mi cara en el espejo. Murakami habla a través de personas solitarias: «Mi mujer tenía un carácter sociable. Parecía tímida, pero tenía una mente rápida, sagaz y necesitaba de las relaciones sociales, algo que yo era incapaz de ofrecerle». Por eso piensa que hay que escribir novelas para comprender verdaderamente la dimensión de la soledad; a veces tiene la impresión de estar sentado en lo más profundo de una cueva, su obsesión recurrente.
   La soledad acaba dibujando una atmósfera enigmática: «El fundamento de todo escritor es contar una historia [...] penetrar en la parte más profunda de la conciencia. En cierto sentido es sumergirse en la oscuridad». Y que el tiempo se convierta en un aliado, lleno de detalles aparentemente nimios: lectura, comida, cafés y, por supuesto, música.          


         





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