Se entretenía leyendo a Tertuliano. Su «creo porque es absurdo» le parecía la mejor frase de la humanidad, por su habilidad para añadir oscuridad a las tinieblas. Entreveía sus infinitas posibilidades y encerraba una potencialidad que no hallaba en el resto de escritos del africano. Pensaba que siempre hay una elegía platónica fuera de las barbas del yo, el ilustre personaje que encarnaba en su expresión lírica la fiebre y la ansiedad del hombre en marcha sin saber hacia dónde va, pero incapaz de detenerse. El hombre, el yo, me dijo, son sus recuerdos. Se dedicaba a ello fisgoneando entre sus papeles pulcramente archivados. Recompuso su identidad a partir de las etiquetas que le devolvían sus amigos y familiares y gracias a su diario. Recuerdos de recuerdos de recuerdos... Recuerdos elevados a la enésima. La identidad, más o menos como las potencias que aprendió en clase de Matemáticas. «Usted, querida identidad, hará lo que pueda, pero solo llegará a ser lo que digamos los poetas».
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Cada yo es límite de un mundo al que no pertenece: no lloréis, hijos, que todo podría ser mentira. Todo es misterio y claridad extrema.
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