Hay autores que parecen dar clases para aprender a agonizar. De este modo, piensan, aprendiendo a morir se estimula la conciencia estética a cambio de sufrir diversas neurosis y obsesiones; un proceso que partiendo del fracaso como arte excelso y que, acompañado de una cierta interiorización de la conciencia que roza el misticismo, nos eleva desde el sentimiento de caída al paraíso futuro. La desesperación como oración de la esperanza post mortem. Un extranjero de sí mismo que añora un hogar que no conoce pero que recuerda difusamente. Así vista, la literatura es correr por el borde del precipicio: a un lado, el abismo sin fondo y, al otro, unas caras que nos miran desconcertadas.
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Cada yo es límite de un mundo al que no pertenece: no lloréis, hijos, que todo podría ser mentira. Todo es misterio y claridad extrema.
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