El futuro de la libertad, de Fareed Zakaria

Los hombres se dividen en dos grupos: unos creen que su vida ha sido un producto de un juego de fuerzas ciego o azaroso; otros piensan que es fruto de su voluntarioso mérito. Normalmente, a los primeros les ha ido mal y a los segundos bien. O eso al menos creen.
   En El futuro de la libertad, Fareed Zakaria me dice que nuestros sistemas políticos no necesitan más democracia, sino menos. Asómbrense, llévense las manos a la cabeza, hagan lo que estimen más oportuno. Ya está aquí el reaccionario, pensarán algunos. El problema, lo que me incomoda, es que el término mismo de 'democracia' ha adquirido un valor simbólico y una legitimidad dentro del vocabulario político que dificulta un debate crítico. El sistema democrático es en esencia un sistema paradójico y solo desde este punto de vista, tendente al humorismo, puede aguantarse. El simple hecho de que estimule lo cuantitativo sobre lo cualitativo exasperaría a cualquiera, pero aquí se acepta como dogma divino. Me pregunto por qué solo en el poder judicial prima lo cualitativo. «El mejor símbolo del modelo occidental de gobierno no es el plebiscito de las masas sino el juez imparcial». La democracia ha pasado de ser un modelo defectuoso conocido a convertirse en la única forma legítima de gobierno. Pero ¿dónde queda  la libertad del individuo frente a la acción omnipotente del Estado? ¿Bastaría con un Estado mínimo que sostenga un marco político y jurídico adecuado para la sociedad o lo agrandamos constantemente para que abuse de su cada vez mayor cuota de poder y para que se inmiscuya en todos los rincones de la vida? Más bien parece que la extensión de la democracia y del Estado amenaza la estabilidad de unos sistemas políticos cuyo fundamento liberal es constantemente minusvalorado en aras de una igualdad que no se termina de definir (de tener, de ser, de méritos, de esfuerzos, de derechos, de obligaciones) y que jamás se podrá lograr, afortunadamente. La creencia democrática en que todos los juicios tienen un valor mínimo acaba dificultando la discriminación entre ellos; ya no hay élites ni sabios y se imponen, por tanto, las dinámicas cortoplacistas en las iniciativas públicas, como caramelos que se reparten para calmar las ansias malgastadoras de fondos públicos del votante/consumidor. En una sociedad compleja carece de lógica que la delegación y la especialización aumenten en unos ámbitos mientras que en lo público la tendencia sea justamente la contraria.
   No hay nada tan burgués como el miedo a parecerlo, me recuerda Tom Wolfe. Quizás la democracia solo sea la tapadera de una política de masas que degenera rápidamente en fascismo, comunismo o populismo. De ahí la obsesión contemporánea por las encuestas y la opinión ciudadana. Los gobernantes parecen preocupados por ir en la dirección apuntada por los sondeos de opinión, y para ello adoran la casi mística sabiduría del pueblo, que van moldeando a través del CIS de turno, por subvenciones a entidades sociales y a los medios de comunicación que se compran y se venden al mejor subvencionador/anunciante.
   Cuando lo importante es impedir la acumulación y concentración del poder, tanto en manos del Estado como en forma de monopolios. De eso va el liberalismo. Pero ya nadie habla de ello.




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