Perfeccionismo y demagogia

Lo que ha hecho siempre del Estado un infierno en la tierra es precisamente el intento del hombre de convertirlo en su paraíso. Desde que el hombre piensa ha imaginado un mundo ideal con el que comparar el mundo real. Es una tradición que ya estaba en Platón, una tradición contemplativa.

El utopista que tiene esperanza en la viabilidad de su proyecto no se percibe a sí mismo como un utopista, no espera la realización, sabe que no sucederá, es solo contemplación. Sin embargo, en el perfeccionismo la contemplación de lo perfecto se hace acción y desaparece el sentido de lo imposible. El mito de Prometeo sale de la mitología y entra en la historia exhibiendo soberbias posibilidades ilimitadas.

Las democracias, en su gris funcionamiento cotidiano, a menudo merecen poco crédito. Pero una cosa es quejarse de su actuación cotidiana y otra desacreditarlas por principio. Hay un tipo de descrédito inmerecido que deriva de un perfeccionismo que sin tregua sube demasiado la apuesta, sin tener en cuenta el coste-beneficio ni la naturaleza humana, y que muestra la ingratitud que caracteriza al adolescente, burgués y mimado hombre contemporáneo, el que solo saber hablar de los derechos pero nunca de sus obligaciones, que precisamente, los sustentan.

No existe frontera entre perfeccionismo y demagogia, es engaño por pura y simple conveniencia. El demagogo es el rufián que utiliza la sofística de manera burda, ridícula, pero efectiva en aquellas capas sociales ideológicamente receptivas. Si se ve privado de coartadas perfeccionistas, poniéndolas al descubierto, hará menos daño.
         
El perfeccionista nos hace creer que es un ángel que vela por el interés público, aquello que los hombres escogerían si vieran claramente y actuaran desinteresadamente. Una forma estúpida y atea de pensamiento religioso.  

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