Muertos

Si alguien me observara desde fuera, aparte de quedarse pasmado de aburrimiento, nunca pensaría que me encanta conocer gente. La gran diferencia con mis años de juventud es que ahora, salvo excepciones, sólo me caen bien los muertos, que son los que me enseñan a mirar la realidad con ojos de otra época. Uno escribe para organizar misterios, parafraseando a Jean Cocteau, puesto que estos misterios no están a mi alcance, solo puedo aspirar a ser su organizador.

     A partir de mi interés por los muertos y buscando la originalidad de su mensaje, he ido aficionándome a los claustros antiguos y a las bibliotecas polvorientas, que son las que salvaron los manuscritos más antiguos que nos han llegado. Me gusta contemplar la fecundidad de los códices antiguos y papiros quebradizos, capaces de expresar palabras que huelen a verdad, perlas eternas y compartidas, pero olvidadas. Todos ellos hablan a una época donde crece la niebla y el hastío, como malas hierbas.

     Ya no oigo gritos de héroes que llamen a la salvación, solo los muertos saben y pueden hacerlo. Hoy solo claman así los gurús, pero no dicen más que obviedades tratando de mejorar a los demás en vez de a sí mismos. Si el hombre es el animal que pregunta, hoy, el gurú, es el cretino que responde.

     Me temo que cada día nos acercamos más a la inmortalidad corporal. No puedo imaginar nada peor. Sin los muertos, sin la muerte, el infierno crecería cada día, pues habríamos «abandonado toda esperanza» y el cielo azul pasaría a ser negro y sin estrellas. Sin un espejo ante el que reconocerse, olvidados ya los himnos gloriosos y en medio de un canto fúnebre, todos, inocentes e infelices, solo podríamos ya abrazarnos y llorar.

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