Entrantes

Llevo comiendo una media hora con dos amigos de la juventud y miro el reloj. Observo sus ganas de volver a aquellos tiempos y cómo han intensificado su rol de adolescentes. Comienzan a observar a todo integrante del sexo femenino como pieza cinegética. Entre medias van apareciendo los chistes y las anécdotas poco creíbles. Abundan los comentarios gastronómicos, como si todos ellos fueren sibaritas. Entienden de delicatesen, de vino, de hoteles. Todos encuentran chollos... No sé qué decir, y lo que digo suena falso, forzado, inoportuno. Creo que la única forma seria de estar integrado sería con dos o tres copas. 
Me dice Jung que de niño se sentía aislado, le interesaban cosas muy diferentes de las de su círculo cercano. La soledad no surge necesariamente por una oposición consciente a la comunidad, es más una incapacidad para buscar y, por tanto, encontrar personas afines.
Cuando nos ponen los entrantes uno de ellos hace una foto al plato con mejor apariencia y la sube al Facebook: es para dar un poco de envidia, nos dice. Al momento, nos invita a realizar un selfie del grupo. En la primera foto yo salgo serio y hay que repetirla. Intento sonreír y la segunda foto, que pasa el examen, es subida de inmediato al Facebook correspondiente.
Me excuso para ir al baño.
Pero no lo hago. Cojo un taxi. Miro mi movil. Les mando una burda excusa por whatsapp. Sé que no es creíble. Sé que se enfadarán conmigo. Apago el móvil y me voy a casa, mientras voy pensando en Hegel cuando dice que la historia de la filosofía es sólo un registro de sistemas refutados y espiritualmente muertos, ya que cada uno de ellos ha dado muerte y sepultura al anterior. A partir de ahí nada bueno puedo esperar del enemigo de Schopenhauer. Para mí cada estado de conciencia marca una cosmovisión que sepulta  todas las demás. El pesimismo de Schopenhauer fue la reacción ante el ingenuo optimismo hegeliano.
A mitad del camino le indico al taxista que pare y, después de pagar la carrera, me bajo. Ahora a mi cosmovisión le apetece pasear, mas bien deambular. Entro en un café y pido uno con leche. Cojo el periódico con lamparones de aceite que está sobre la mesa, lo abro al azar y leo: Perdone sus fracasos. Es más: ¡celébrelos! Al igual que es inútil quejarse del efecto de la gravedad sobre la Tierra, es imposible tratar de vivir sin emociones negativas, ya que forman parte de la vida, y son tan naturales como la alegría, la felicidad y el bienestar. Aceptando las emociones negativas, conseguiremos abrirnos a disfrutar de la positividad y la alegría, añade el experto.
El antiguo cuidado de sí mismo no puede olvidar la aconsejable práctica de la publicatio sui: tomar notas sobre uno mismo con el propósito de releerlas y llevar cuadernos o blogs con el fin de reactivar las verdades que uno necesita. Algo así hizo Montaigne es su largas e interesantísimas conversaciones con los clásicos.
Observo a un ejecutivo y me pongo a estudiar sus ademanes. Muchos hombres se tienen a sí mismos por necesarios. Fin en sí mismo, resulta que no son ni imprescindibles ni necesarios. Su dignidad se rebaja automáticamente cuando quieren transformarse en medio, siempre contingente, innecesario, por mucho que se esfuercen en sus afanes y en su pose artificial. Se le nota que admira la eficacia, y seguramente su ideal es el del hombre esforzado y poderoso que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo.
Cada vez me molestan más cosas, es decir, cada día soy menos taoísta. Antes era un espíritu en continuo asombro; ahora soy uno decepcionado, inseguro y solitario. Aunque a veces me sienta superior, donde me siento seguro los demás no entran, y en el terreno de los otros me siento incapaz. Cuando me aturrullan con banalidades, solo quiero pasar inadvertido y que me dejen a solas con mis obsesiones. Los pocos espíritus afines los encuentro en los libros, por eso bordeo la soledad absoluta, incapaz de dar explicaciones convincentes. 
Decía Onetti que toda la ciencia de vivir está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos. Pero, por muchas intenciones que le pongamos, no somos agua, y nuestras redondeces no encajan en los huecos donde abundan los ángulos y las aristas. Acomodarse en los huecos es un exceso de optimismo, una trampa de la imaginación que solo surge cuando estamos confortablemente rodeados de almohadones. 
Apuro mi café mientras pienso que el idealismo absoluto ha sido incapaz de explicar de un modo satisfactorio mi sentimiento de individualidad enfrentada a lo otro, por lo que no entiendo a los defensores de la senda monista.
Salgo del bar convencido de que el taoísta establece la meta justo donde comienza su cansancio. El taoísta es aquel que mejor se desconoce, el que no encuentra resistencias por una sencilla razón: porque está inmerso en el noble estado de la adorable inconsciencia.
—No son tiempos de conformarse con el inconformismo, amigo –me dice un mendigo que pide a la puerta de una iglesia; quizás he comenzado a hablar solo.

—Aviso —le digo—. Son los inadaptados los que cambian el mundo, pero esto no siempre es un progreso. La vida es grande por lo que busca y por lo que pierde; pequeña por lo que encuentra y todavía no ha perdido.

—Jajaja. Todas estas opiniones dependen de la noción de fin, y la determinación de este fin pertenece a la concepción religiosa propia, a la cosmovisión de la que hablabas antes. Por eso hay que escoger: Dios es lo contrario del absurdo. El filósofo necesita a Dios-Logos no para adorarle, sino para salvar su razón, a la que adora. ¿Tiene una moneda?
—Así es. La razón podría ser la sombra de Dios —le digo mientras le doy un euro.

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