Adiós a la razón

La ciencia en su mejor aspecto, es decir, la ciencia en cuanto es practicada por nuestros grandes científicos, es una habilidad, o un arte, pero no una ciencia en el sentido de una empresa «racional» que obedece estándares inalterables de la razón y que usa conceptos bien definidos, estables, «objetivos» y por esto también independientes de la práctica. No existen «ciencias» en el sentido de nuestros racionalistas; sólo hay humanidades. Las «ciencias» en cuanto opuestas a las humanidades sólo existen en las cabezas de los filósofos cabalgadas por los sueños. El primer teorema se apoya en la suposición de que el mundo es una entidad sometida a leyes. Me he hecho muy escéptico sobre la autoridad de la ciencia en temas ontológicos. El hecho de que la «ciencia funciona» no elimina mi incomodidad. La ciencia funciona algunas veces, y con frecuencia falla. Y, además, la eficiencia de la ciencia viene determinada por criterios que pertenecen a la tradición científica. La ciencia no salva almas, pero esto no es parte de su «funciona». Lo que los racionalistas clamando por la objetividad y la racionalidad intentan vender es una ideología tribal propia. El racionalismo no puede ser defendido de una forma racional. No existe prueba científica de la ciencia. No puede haber ninguna teoría del conocimiento y de la ciencia que sea a la vez adecuada e informativa prescindiendo de qué ingredientes sociales, económicos, etc., quiera uno añadir a la teoría. El mundo en que vivimos es demasiado complejo para ser comprendido por teorías.


Los argumentos en favor de la ciencia o del racionalismo occidental emplean siempre ciertos valores. Preferimos la ciencia, aceptamos sus productos, los atesoramos porque están de acuerdo con dichos valores. Ejemplos de valores que nos hacen preferir la ciencia a otras tradiciones son la eficiencia, el dominio de la naturaleza o la comprensión de ésta en términos de ideas abstractas.  

¿Es la vida humana el valor supremo? Los mártires cristianos ciertamente no pensaban así. Sócrates expresaba sentimientos similares cuando se «suicidó» (¡recuérdese que habría podido abandonar Atenas!).
           
Hay dos posibilidades:

• los expertos deben ser juzgados por superexpertos,
• los expertos deben ser juzgados por todos.

La respuesta primera era la de Platón. Los expertos, decía Platón, son muy buenos dentro de sus propios campos, pero carecen de un sentido de perspectiva y desconocen cómo se hacen consistentes los resultados especiales. Los filósofos (de la línea correcta) sí tienen este conocimiento.

La respuesta segunda parece haber sido la de Protágoras. Según él, los ciudadanos de una democracia donde la información es fácilmente disponible descubrirán pronto la fuerza y la debilidad de sus expertos. Como los miembros de un jurado, descubrirán que los expertos tienden a exagerar la importancia de su labor; que expertos diferentes tienen a menudo opiniones diferentes sobre el mismo asunto: que están relativamente bien informados en un pequeño campo, pero que son muy ignorantes fuera de él; que casi nunca admiten esta ignorancia y ni siquiera son conscientes de ella, pero la salvan mediante un lenguaje altisonante, engañando de este modo a sí mismos y a los demás; que no les repugnan las tácticas de presión de la peor especie; que pretenden buscar la verdad y usar la razón cuando su guía es la fama y no la verdad.

Lo que cuenta en una democracia es la experiencia de los ciudadanos, es decir, su subjetividad y no lo que pequeñas bandas de intelectuales autistas declaran que es real. La distinción entre experto-realidad, por un lado, y lego-apariencia, por otro, se diluye. Podemos confiar en nuestros expertos, en nuestros físicos, filósofos, senadores y educadores? ¿Saben ellos de qué hablan, o simplemente quieren multiplicar su propia y mísera existencia? ¿Tienen nuestras grandes cabezas, tienen Platón, Lutero, Rousseau, Marx algo que ofrecer, o es la reverencia que sentimos ante ellos un mero reflejo de nuestra credulidad?


Mis razones no son normas objetivas, sino sueños de una vida mejor. Si uno combina tales sueños (los que yo tengo) con una idea de valores objetivos (que yo rechazo) y denomina el resultado una conciencia moral, entonces no tengo conciencia moral, afortunadamente, porque, diría yo, la mayoría de la miseria de nuestro mundo, guerras, destrucción de almas y cuerpos, carnicerías sin fin, son algo causado no por individuos malos, sino por gente que objetiviza sus deseos más personales e inclinaciones y así los hace inhumanos. Mucha gente, científicos, artistas, juristas, políticos, sacerdotes, no hacen distinción alguna entre su profesión y sus vidas. Si logran éxito, ello se entiende como una afirmación de toda su existencia. Si fracasan en su profesión, creen que han fracasado también como seres humanos, sin importarles las alegrías que puedan sentir con sus amigos, hijos, esposas, amantes o perros. Casi todas las autobiografías creadas por «grandes hombres» o «grandes mujeres», casi todas las biografías en ciencias, artes o política son un intento de mostrar razón y finalidad donde una visión más detallada revela una serie de accidentes benéficos felizmente fomentados por la ignorancia y/o la incompetencia de la persona sujeta a ellos. Verdaderamente, muchos de los llamados grandes son monomaniacos que no tuvieron escrúpulos en destruir su humanidad (y la de sus amigos y colaboradores) para poder acabar así el cuadro perfecto, la teoría perfecta, el arma perfecta.


La razón es una dama muy atractiva. Los asuntos con ella han inspirado algunos maravillosos cuentos de hadas, tanto en las artes como en las ciencias. Pero es una característica peculiar de esta singular dama que el matrimonio la cambia en una vieja bruja parlanchina y dominante. La miseria que constituye su hábitat natural fue preparada por grandes y vanidosos escritores, como Spinoza y Kant, que intentaron encajar a Dios y el Mundo en las diminutas áreas de su cerebro.
                 
Ya es hora de eliminar esta enfermedad de entre nosotros y retornar a ideas más modestas pero también más abiertas. Ya es hora de volver a apreciar la más amplia perspectiva de las visiones religiosas del mundo. Para una persona espiritual, interesada en el bienestar de las almas, la ciencia podrá ser un tremendo ejercicio de futilidad. La medicina científica, tal como se la practica hoy, podría ser muy bien una enfermedad social peligrosa que ocasionalmente da a la gente la sensación de estar bien, pero su desaparición podría quizá mejorar la calidad de vida de una forma ni soñada aún.
                     
El hombre cree que ha sido colocado en un mundo lleno de orden, vive en un Cosmos. Él no lo percibe inmediatamente. Se es suficientemente razonable como para proceder irracionalmente. En la historia de las ciencias hay numerosos ejemplos de este procedimiento irrazonable-razonable, para esta irracionalidad que siempre vuelve a salvar el racionalismo.
Si uno sigue apoyándose en ellos, esto implica una especie de acto de fe. No se advierte dicho acto de fe, pues se posee ahora frente al método de comprobación una actitud tan ingenua.
                       
Otras formas de realidad provisionalmente no tienen consumidores, amigos, defensores, y ciertamente no porque no tengan nada que ofrecer, sino porque no se las conoce o porque no existe interés por sus productos.
                         
No sucede que a la «realidad» de las ciencias se oponga un reino de la apariencia, sino que nosotros o tenemos dos imágenes aparentes, o dos realidades, y ambas están estructuradas según principios peculiares. Si finalmente se objeta que las teorías científicas nos ayudan, con todo, a alcanzar ciertas cosas —podemos volar a la Luna, podemos repetir experimentos, curar enfermos incurables—, entonces la respuesta es que esto también rige para el objeto religioso. También aquí se emprenden viajes, sólo que a dominios espirituales; también aquí se cura, sólo que del pecado o del dolor del apego a objetos terrenos
                       
Protágoras piensa que las leyes, los usos, las formas de vida son ciertamente algo «relativo», son distintas en distintos dominios, pero tienen vigencia a su manera en cada uno de los dominios que les competen. Verdad es lo que afirma el estilo de pensar que es verdad. Así es como en un tiempo fue verdad que existían los dioses griegos, pero hoy esto es un absurdo para muchas personas. El éxito sólo puede distinguir a un estilo de pensar cuando se poseen ya criterios que determinan lo que es éxito. Para el gnóstico, el mundo material es apariencia, el alma real, y el éxito es sólo lo que acontece a la última.
                                               
Las ciencias son artes. También la objetividad es una característica de estilo. La elección de un estilo, de una realidad, de una forma de verdad, incluyendo criterios de realidad y de racionalidad, es la elección de un producto humano. Es un acto social.

[Texto extraído del libro]

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