El padre Sergio



En el monasterio, además del sentimiento que experimentaba al tener conciencia de su superioridad sobre los demás, hallaba Kasatski íntimo gozo esforzándose por alcanzar el grado máximo de perfección en su vida monacal, tanto exterior como interiormente, del mismo modo que en todas sus demás empresas. Así como en el regimiento no sólo era un oficial impecable que hacía más de lo que se exigía y ampliaba el marco de su perfeccionamiento, en el monasterio se esforzaba también por ser perfecto: trabajaba siempre, era un religioso sobrio, humilde, limpio en el hacer y en el pensar, obediente (...)

No es cosa mía razonar; mi obligación es obedecer, velando las sagradas reliquias, cantando en el coro o llevando las cuentas del servicio de hostería.» La obediencia a su venerable padre espiritual eliminaba la posibilidad de dudas en todos los terrenos. Sin esta obediencia, se habría sentido abrumado por la duración y la monotonía de los oficios religiosos, por el trajín de los visitantes y por otras particularidades de la hermandad monacal (...)

El interés de la vida estribaba no sólo en subordinar cada vez más plenamente la propia voluntad (...)

Lo único que podía hacer y realmente hacía era lo que le aconsejaba su venerable padre espiritual para contenerse: no emprender nada y esperar, y en esta situación hallaba un particular sosiego (...)

Al séptimo año, la vida del monasterio lo aburría. Todo cuanto podía aprender allí lo había aprendido. Todo cuanto era necesario alcanzar lo había alcanzado. Allí no le quedaba nada que hacer (...)

Toda su atención, todos sus intereses, se hallaban concentrados en su vida interior (...)

El arranque de cólera que había sufrido -proseguía el padre espiritual- se debía a que al humillarse y renunciar a los honores no había obrado por amor de Dios, sino por orgullo, como diciendo, fíjense en mí, no necesito nada (...)

Sergio obedeció a su padre espiritual. Enseñó la carta al abad y, obtenido el permiso correspondiente, se dirigió hacia la celda solitaria de Tambino, después de haber hecho entrega de todos sus bártulos a la abadía (...)

La celda era una cueva abierta en la montaña. Allí mismo, en la parte posterior, se había enterrado a Hilarión. En la parte anterior había un nicho con un jergón de paja para dormir, una mesita y una estantería para las imágenes sagradas y los libros. Junto a la puerta exterior, que se cerraba, había una tablita en la que una vez al día un monje del monasterio dejaba el alimento. Y el padre Sergio se hizo ermitaño (...)

El padre Sergio llevaba más de cinco años viviendo en su celda, en su ermita solitaria. Tenía cuarenta y nueve. Su vida era dura. No por el trabajo del ayuno y de las preces; éstos no eran verdaderos trabajos, sino por la lucha interior que tenía que sostener, contra lo que había esperado. Dos eran los motivos de su lucha: la duda y las tentaciones de la carne. Los dos enemigos atacaban siempre al unísono. A él le parecía que eran dos, pero en realidad se trataba de uno solo. Tan pronto quedaba deshecha la duda, caía asimismo aniquilada la lujuria. Pero él creía que eran dos diablos distintos y luchaba separadamente con ellos (...)

«¡Dios mío, Dios mío! -pensaba-, ¿por qué me niegas la fe? Sí, contra la lujuria lucharon san Antonio y otros, pero creían. Tenían fe, y yo a veces paso minutos, horas y días sin fe. ¿Para qué ha de existir el mundo, con todos sus encantos, si es pecaminoso y hay que renunciar a él? ¿Por qué has creado tú la tentación? ¿La tentación? ¿Pero no será también una tentación el que quiera yo apartarme de las alegrías de la vida y aspire a alcanzar algo donde quizá no haya nada? (...)

«¡Dios mío! ¿Será verdad lo que he leído en las vidas de los santos, que el diablo se presenta en forma de mujer…? (...)

El padre Sergio vivió siete años más en su ermita. Al principio aceptaba muchas de las cosas que le llevaban: té, azúcar, pan blanco, leche, ropas, leña. Pero a medida que transcurría el tiempo imponía más rigor a sus costumbres, y fue renunciando a todo lo superfluo. Llegó, por fin, a no aceptar más que pan negro una vez a la semana (...)

Su vida estaba consagrada a los oficios divinos y a los visitantes, pero aquel día había sido particularmente fatigoso. Por la mañana sostuvo una larga conversación con un alto dignatario que había acudido a verlo. Luego recibió a una señora acompañada de su hijo, un joven profesor ateo, al que su madre trajo porque ella era muy creyente y gran admiradora del padre Sergio, al que rogó hablara con su hijo. La conversación fue muy pesada. Por lo visto el joven profesor no quería entrar en discusión con el monje y le daba la razón en todo, como si estuviera hablando con una persona débil. El padre Sergio, empero, vio que aquel joven no creía y que, a pesar de ello, se sentía bien, estaba tranquilo y no tenía complicaciones de conciencia. Ahora recordaba con disgusto todo aquello (...)

«Sí, hay que terminar. Dios no existe. ¿Cómo acabar? ¿Arrojándome al río? Sé nadar, no me ahogaré. ¿Ahorcándome? Sí, con el cinturón, de una rama.» Esto le pareció tan posible e inmediato, que se horrorizó. Quiso rezar, como solía hacerlo en los momentos de desesperación. Pero no tenía a quién dirigirse. Dios no existía (...)

«Ahora veo claro el significado de mi sueño. Páshenka es precisamente lo que yo tenía que ser y no fui. Yo vivía para los hombres con el pretexto de vivir para Dios. Ella vive para Dios imaginándose que vive para los hombres. Una buena palabra, un vaso de agua dado sin pensar en la recompensa, tiene más valor que todo cuanto he hecho yo para favorecer a la gente. Sin embargo, ¿no había un deseo sincero de servir a Dios?», se preguntaba, y la respuesta fue la siguiente:

«Sí, pero todo eso era impuro, se hallaba invadido por la enmarañada maleza de la fama mundana. No, no existe Dios para quien vive como vivía yo, pensando en alcanzar la gloria entre los hombres. Ahora lo buscaré.» (...)

Cuanta menos importancia tenía la opinión de los hombres, tanto más intensamente dejaba sentir su presencia Dios (...)

Así vivió Kasatski ocho meses. Al noveno, lo detuvieron en una ciudad de provincias, en un albergue donde pasaba la noche con otros peregrinos. Como no tenía documentos, lo llevaron a la comisaría. Cuando le preguntaron en el interrogatorio qué había hecho de los documentos y quién era, respondió que no tenía documentos y que él era un esclavo del Señor. Lo consideraron vagabundo, lo juzgaron y lo desterraron a Siberia.

En Siberia se estableció en los terrenos yermos de un rico propietario y ahora vive allí. Trabaja el huerto de un señor, enseña a sus hijos y visita a los enfermos.

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