Memorias de Arthur Koestler

En 1919, «comunismo» era un término nuevo y nos parecía una palabra buena, justa y llena de esperanzas.
Llegué a Berlín el día de las ominosas elecciones del Reichstag, el 14 de septiembre de 1930. Era el tercer momento decisivo de mi carrera de adulto, y cada uno de los tres había coincidido con una fecha simbólica. Me había ido de mi casa a Palestina el 1 de abril, el día de los Inocentes, en 1926. Había llegado a París el día que conmemora el comienzo de la Revolución francesa, el día de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1929. Y llegué a Berlín el día que se proclamó el principio del fin para la República de Weimar y el comienzo de la barbarie en Europa.
Hasta el 14 de septiembre, el Partido Nacionalsocialista tenía doce escaños en el Parlamento alemán. Después de ese día, ciento siete. Estaban los que decían: «No pueden ser tan malos como cuentan». Y los que decían: «Son demasiado débiles, no pueden hacer nada». Y los que decían: «Son muy fuertes, hay que aplacarlos». Y los que decían: «Usted se asusta de un fantasma, tiene la manía de la persecución, está histérico». Y los que decían: «El odio no conduce a nada, hay que tratarlos con simpatía y comprensión».
En 1931 vivíamos bajo la amenaza fascista, pero veíamos una inspiradora alternativa en Rusia. En 1951 vivimos bajo la amenaza rusa, pero no hay ninguna alternativa inspiradora a la vista; estamos obligados a regresar a los raídos valores del pasado. En la década de 1930 había una engañosa esperanza; en la de 1950 solo una inquieta resignación. No solo yo; el siglo entero ha llegado a la madurez. 
Fui hacia el comunismo como quien va a un manantial de agua fresca y abandoné el comunismo como quien sale arrastrándose de un río emponzoñado por los despojos de ciudades inundadas y los cadáveres de los ahogados. Esta es, en suma, mi historia desde 1931 a 1938, desde los veintiséis hasta los treinta y tres años.
Una de las reglas básicas de la disciplina comunista consiste en que, una vez que el partido ha decidido adoptar una línea determinada con respecto a un problema dado, toda crítica contra esa decisión se convierte en sabotaje desviacionista. En teoría, se permite discutir antes de que se llegue a una decisión; en la práctica, las decisiones siempre se imponen desde arriba, sin consultar previamente a las bases.
Durante el primer mes de Hitler al frente de un gobierno de coalición, los nazis habían mantenido aún la apariencia de legalidad y proceder democrático. Ahora había llegado el momento de quitarse la máscara: había comenzado la época de terror, y Alemania se había convertido en un estado totalitario. Era una evolución que habíamos vaticinado desde hacía tiempo; pero, como sucede siempre en estos casos, el cumplimiento de nuestras propias y lúgubres profecías llegó como una sorpresa impactante.
España era el primer país europeo en el que la nueva línea de la Komintern, el Frente Popular, había sido puesta a prueba y había alcanzado una resonante victoria para la coalición de izquierda; y también era el primer país en el que los obreros y la clase media progresista se habían unido para tomar las armas y oponer resistencia a las ambiciones fascistas de poder.
[...] explicándoles que las iglesias quemadas de Cataluña habían sido destruidas por bombardeos aéreos que nunca habían tenido lugar.
Todo período tiene su religión y su esperanza predominantes, y el «socialismo» en un sentido vago e indefinido era la esperanza a principios del siglo XX.
Gletkin cita un pasaje del diario de Rubashov: «Es necesario inculcar cada sentencia en las masas a fuerza de repetición y simplificación. Lo que se presenta como justo y correcto debe brillar como el oro; lo que se presenta como erróneo debe ser tan negro como el alquitrán.
Este es el lenguaje sencillo que comprenden las masas. Si comienza a hablar de sus complicados motivos, solo sembrará confusión entre ellas.

[Fragmentos textuales seleccionados]

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