Otra leyenda negra

Cada vez que releo algún diálogo de Platón, por eso es tan adictivo, me encuentro pasajes plenamente actuales. En el Fedro, refiriéndose a Trasímaco de Calcedonia, dice que llegó a ser un hombre terrible en provocar la indignación de la gente y en calmar de nuevo a los indignados con el encanto de sus palabras. Lo justo, para el calcedonio, que también aparece en el primer libro de la República, no es otra cosa que lo que le conviene al más fuerte. La gran obsesión de Platón fue el desenmascaramiento de los sofistas, los que solo buscaban lo aparente, lo verosímil, desentendiéndose de la verdad. Ya entonces se conocía muy bien el poder de las palabras.
   Leo ahora la Revista de Occidente, donde Juan José Rivas me dice que la leyenda negra fue un producto inglés para consumo interno, para explicar y narrar una idea de la identidad inglesa, una forma de definir lo que significa ser inglés, marcando la frontera entre lo inglés y lo extranjero, para así crear una cohesión nacional. En aquel contexto, España encarnaba al demonio, al enemigo común.
   Las leyendas no necesitan adecuarse a la realidad para subsistir. El español de aquella leyenda se parece mucho al que denigra ahora, en su delirio, el nuevo presidente de la Generalidad de Cataluña. Todas las narraciones cuyo fin es separar necesitan fabricar odio porque, en caso contrario, sus propios cimientos, tan podridos, no resisten y jamás soportarían el peso de la vergüenza de su propia caricatura. El odio hace perder el sentido del ridículo, tan necesario para la convivencia. Lo de Tabarnia fue un buen intento, pero es algo que no puede funcionar dentro de una sociedad que ha perdido sutileza y lucidez. Cuando la historia ya no deja sitio a la comedia, solo queda la tragedia o la peor de las pesadillas.


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