Aurea mediocritas

Me tomo un café y decido aprovechar la lucidez efímera que me produce la cafeína para hacer algo novedoso. Elijo, para ello, subirme en el primer autobús que encuentro. Intencionadamente, procuro no fijarme en el número de línea ni en su destino, pues el café me ha impregnado de un espíritu muy aventurero. Pero en el momento de abrirse las puertas un estridente altavoz me señala el destino y el número de línea, a modo de fastidioso futurólogo que va contando por ahí a la gente y sin su permiso el día aciago de su defunción. Me pregunto por qué, pero sé que ningún argumento, por bueno que sea, resiste más de tres o cuatro porqués. Lean, si se atreven, «El tres de septiembre», relato del libro Palabras y sangre, de Giovanni Papini. La ironía socrática, la mayéutica socrática y la impotencia socrática. Hablan de un Sócrates racionalista los que olvidan la sombra que le soplaba al oído. El nihilismo es una pose fantasmal, conocer la nada y no quererla. Cuenta alguien que Vila-Matas embarulló tanto a los personajes de una larga novela que estaba escribiendo que hasta olvidó quiénes eran y qué hacían. A una mujer muerta la hizo reaparecer a la hora de cenar. Y el día en que se suponía que el asesino iba a ser electrocutado, le hizo comprar flores para una niña. Yo, que soy un pésimo lector de novelas, seguro que no me habría dado ni cuenta. En fin, me siento al lado de un viajero, que lleva un libro y un cuaderno, decidido a espiar sus movimientos mientras me imagino cuál será su posición sobre el sentido de la vida. Pese a mis esfuerzos, no consigo ver el título del libro, ocultado por el cuaderno que lleva abierto sobre sus piernas. ¿Significará esto que va a ponerse a escribir? Tras un momento de serias dudas, mi vecino de asiento dramatiza un profundo suspiro y saca del bolsillo una pluma estilográfica azulada. Con la parsimonia propia de quién va a escribir grandes frases, desenrosca la capucha, la inserta en la parte opuesta a la plumilla y se dispone a garabatear. En ese instante, mi corazón parece dispararse ante la expectante incertidumbre del momento:

«Ex nihilo nihil fit», escribe.

«De la nada, nada sale». Y, mirándome de reojo —imagino—, cierra el cuaderno en mis propias narices y ante mi estupefacta mirada.

Pasadas dos o tres paradas y tras una profunda reflexión, me bajo del autobús dispuesto a aplaudir, pero un señor con bastón me mira y, silbando, decido regresar disimulando a casa.


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