En tinieblas, de Léon Bloy

Nació en 1846 y murió en 1917. Lo que estuvo en medio fue un pensador original, una reliquia de la intelectualidad europea, aquélla que hace de nexo entre la cultura religiosa más estricta y severa y aquella otra que va alumbrando la sociedad moderna y liberal. Inmerso en la ceguera y la falta de percepción que tenía la población europea ante los graves conflictos que le afligían, percibe que «el mundo entero se ha quedado ciego» hasta el punto de que «los más ciegos son precisamente los clarividentes», es decir, los intelectuales que padecen de «universal ceguera». Acaso su estancia en el Monasterio Trapense de Soligny, donde intenta en vano llevar una vida monástica, le devolviera la vista. A los treinta y ocho años da comienzo su vida literaria, tras una juventud atroz y a continuación de una catástrofe incalificable que le había conducido a una existencia puramente contemplativa. La unidad de su obra es de índole religiosa, presa de una persecución suicida por lo Absoluto, que solo sabe denunciar las apariencias. Así intenta el platónico Bloy dar con el sentido de su destino. A sus ojos, todo es símbolo, afirmación que vale tanto para el místico como para el poeta. Sabía sobradamente que los temas novelísticos o históricos no eran más que pretextos para descubrir los grandes temas y las figuras profundas. Antiguamente, todo cuanto era grande se hacía con medios minúsculos, mientras que lo que hacen hoy los hombres es siempre minúsculo, aunque lo hagan con grandes medios. No queda entonces más que el desprecio, único refugio de las pocas almas superiores que la democracia no ha conseguido arrastrar. Felizmente, existen la plegaria, las lágrimas y la calma ermita del desprecio hacia la estupidez infinita de todo el el mundo casi sin excepciones. Creer que las cosas son lo que parecen, he ahí la más trivial de las ilusiones, ilusión universal que se ve confirmada, día tras día, por la impostura tenaz de nuestros sentidos todos. Sólo la muerte nos desengañará. Somos durmientes atestados de imágenes desdibujadas del Paraíso perdido, mendigos ciegos en el umbral de un palacio sublime de puertas condenadas: las realidades materiales, concretas, palpables, tangibles como el hierro, como el agua de un río, y una voz interior surgida de las profundidades me confirma que no hay más que símbolos, que mi propio cuerpo no es sino una apariencia y que todo lo que me rodea es una apariencia enigmática. Ese es el motivo por el cual la historia es tan cabalmente incomprensible.      


         

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