Jazz y tarareos

Decido por fin irme a dormir. Desde hace un tiempo temo escuchar jazz. Aunque Ted Gioia diga que «el jazz es como un caballo salvaje, el género musical más impredecible», no puedo estar muy de acuerdo con él porque, precisamente, mi temor a escuchar jazz, que ha sido mi música predilecta durante décadas, es precisamente lo predecible que me parece. Ted Gioia ha escrito Cómo escuchar jazz, «una guía para ayudar entender» —no sé qué pinta esa palabra aquí— la aparente complejidad del jazz.

Mientras me lavo los dientes, pienso que lo que verdaderamente me gusta del jazz son los acordes del piano, la guitarra o el vibráfono. Es en el fraseo, en la manera como se interpretan las partes melódicas individuales, donde surge el hastío. Estoy de acuerdo con que los fraseos no son previsibles en cada una de sus notas, pero sí lo son en el conjunto. Últimamente pienso «esto lo he escuchado mil veces» y, lo que es peor, el gusanillo improvisador se me mete en la cabeza y no paro de tararear internamente los distintos, finitos y previsibles tipos de improvisaciones. Por lo general, se repiten las mismas fórmulas constantemente, muchas veces acompañados de la sobreactuación, un horror al silencio propio de hiperactivos que les empuja a querer rellenar, con un pretendido virtuosismo poco estético, todos los espacios de la canción con un exceso de notas.

Me pongo los cascos y busco los podcast de Música de nadie. Creo que la música más impredecible no está en el jazz sino en la música culta contemporánea. Tampoco eso me parece una virtud. Existe una música aleatoria, que no es música sino ruido, que es impredecible, pero nadie lo nota porque tampoco  nadie espera nada de ella. Sin embargo, la gran innovación del siglo XX fue dejar de componer música solo con notas, sino complementarla, adornarla y sumergirla en sonidos cuya función no es saciar la sed de tonalidad, sino crear figuras evocadoras, sugerentes y, lo que para mí es muy importante, imposibles de tararear.



Entradas populares