Poética musical, de Ígor Stravinsky

Sé perfectamente que las palabras dogma y dogmático, por poco que se las aplique en el orden estético, como en el orden espiritual, no dejan nunca de disgustar —de chocar— a algunos espíritus más ricos en sinceridad que fuertes en seguridad de juicio. Si insisto es para que ustedes acepten estos términos en toda la extensión de su legítimo sentido. La necesidad que tenemos de que prevalezca el orden por encima del caos, de que se destaque la línea recta de nuestra operación entre el amontonamiento y la confusión de posibilidades e indecisión de las ideas, supone la necesidad de un dogmatismo.

Nuestros sectores de vanguardia, dedicados a una puja perpetua, esperan y exigen de la música que satisfaga sus gustos por las absurdas cacofonías. Desconfío de la moneda falsa y me cuido muy bien de tomarla por moneda contante y sonante. Cacofonía quiere decir mala sonoridad, mercadería ilegal, música incoordinada, que no resiste a una crítica seria. Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre la música de Arnold Schönberg —para citar el ejemplo de un compositor que evoluciona sobre un plan esencialmente distinto del mío, tanto por la estética como por la técnica—, cuyas obras han provocado a menudo violentas reacciones o sonrisas irónicas, es imposible que un espíritu honrado y provisto de una verdadera cultura musical deje de notar que es cabalmente consciente de lo que hace y que no engaña a nadie. Ha creado el sistema musical que le convenía, y en ese sistema es perfectamente lógico consigo mismo y perfectamente coherente. No se puede llamar cacofonía a una música por el mero hecho de que no agrade.

En el lenguaje escolar, la disonancia es un elemento de transición, un complejo o un intervalo sonoro que no se basta a sí mismo y que debe resolverse, para la satisfacción auditiva, en una consonancia perfecta. Pero del mismo modo que el ojo completa, en un dibujo, los rasgos que el pintor conscientemente ha omitido, el oído puede ser solicitado igualmente para que complete un acorde y proporcione una resolución no efectuada. La disonancia, en este caso, tiene el valor de una alusión. Todo esto supone un estilo en el que el uso de la disonancia estipula la necesidad de una resolución. Pero nada nos obliga a buscar constantemente la satisfacción en el reposo.

La disonancia se ha emancipado, y ya no está unida a su antigua función. Convertida en una cosa en sí, sucede que no prepara ni anuncia nada. La disonancia no es ya un factor de desorden, como la consonancia no es, tampoco, una garantía de seguridad.

Sin duda, la instrucción y la educación del público no han corrido parejas con la evolución de la técnica; un uso semejante de la disonancia ha amortiguado la reacción de oídos mal preparados a admitirla, determinando un estado de atonía en el que lo disonante no se distingue de lo consonante.

Esta lógica nos permite apreciar riquezas de cuya existencia ni sospechábamos                

Toda música no es más que una serie de impulsos que convergen hacia un punto definido de reposo. A esta ley general de atracción, el sistema tonal tradicional no aporta más que una satisfacción provisional, puesto que no posee un valor absoluto.

Por lo que a mí se refiere, siento una especie de terror cuando, al ponerme a trabajar, ante de la infinidad de posibilidades que se me ofrecen, tengo la sensación de que todo me está permitido. Si todo me está permitido, lo mejor y lo peor; si ninguna resistencia se me ofrece, todo esfuerzo es inconcebible; no puedo apoyarme en nada y toda empresa, desde entonces, es vana. ¿Estoy, pues, obligado a perderme en este abismo de libertad? ¿A qué podré asirme para escapar al vértigo que me atrae ante la virtualidad de este infinito?

Y en arte, como en todas las cosas, no se edifica si no es sobre un cimiento resistente: lo que se opone al apoyo se opone también al movimiento. Mi libertad consiste, pues, en mis movimientos dentro del estrecho marco que yo mismo me he asignado para cada una de mis empresas. Y diré más: mi libertad será tanto más grande y profunda cuanto más estrechamente limite mi campo de actuación y me imponga más obstáculos.

El menos enterado entre los melómanos se agarra encantado a los flecos de una obra; le gusta esa obra por razones que a menudo nada tienen que ver con la esencia de la música. Este placer le basta, y no requiere ninguna justificación. Pero si ocurre que la música le desagrada, nuestro melómano pedirá cuentas por semejante contratiempo. Exigirá que se le explique lo que en esencia es inefable.

No estamos ya en los tiempos en que Bach, Händel y Vivaldi hablaban sensiblemente el mismo lenguaje que sus discípulos repetían después, transformándolo a su manera, cada cual según su personalidad. No estamos tampoco en los tiempos en que Haydn y Mozart se imitaban en obras que servirían de modelo a sus sucesores, como Rossini, que gustaba repetir de modo tan conmovedor que Mozart había sido la alegría de su juventud, la desesperación de su madurez y el consuelo de su vejez.

Pero el sentido musical no puede adquirirse ni desarrollarse sin ejercicio. En música, como en todas las cosas, la inactividad conduce, poco a poco, a la anquilosis, a la atrofia de las facultades. Así entendida, la música termina por ser una especie de estupefaciente, que, lejos de estimular el espíritu, lo paraliza y lo embrutece.




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